Moran en busca de Molloy o la otra manera de ir en busca de sí mismo.
Por: Carlos Luis Torres G., escritor
Hace días que deseaba realizar un
breve comentario de "Molloy", la novela de Samuel Beckett. Nació en
Dublín en 1906 y murió en París en diciembre de 1989. Esta novela 1947-1948 es
rechazada por varios editores y finalmente es publicada en Francia con el apoyo
de varios intelectuales que ya la conocían y que se asombraban por las obras de
este.
De Samuel Beckett podemos decir
que fue asistente y amigo íntimo de otro irlandés James Joyce y estudió en el
mismo Royal School donde estuvo pensionado Oscar Wilde, además existe un
encuentro, muchos años después, con Paul Auster en París, donde siendo este un
hombre joven, mantiene una relación cercana y luego epistolar con Beckett a
partir de la primera novela escrita en francés y que ya había leído Auster.
Samuel Beckett dramaturgo, novelista, crítico y poeta, Premio Nobel 1969, se
hizo reconocido en el mundo por su obra "Esperando a Godot", no sólo
por ser una conversación entre los actores (cinco), existe uno y su
"yo", donde la respuesta sobre ese o eso denominado Godot, no se
realiza sino sucede una conversación consigo mismo, y puede ser que aquel
llegue hoy o mañana.
Beckett fue un revolucionario, su
literatura posee una violencia destructora tal, que solo es posible comparase
con Kafka, por llevar la situación al absurdo, a un grado de flagelación que
solo puede realizar un hombre que se cuestiona a sí mismo y para con quién no
admite clemencia. Claro es un ser social pero su condición dialogal con sí
mismo se hace en lo cotidiano íntimo, en ese intestino donde no es posible el
encubrimiento, donde la palabra franca y escueta tiene de violencia tanto, como
su cercanía con lo escatológico y el dolor.
“Molloy” es la historia de un
hombre viejo, habitante de ciudad y de caminos. Quién relata su historia en un
monólogo interminable, sin puntuación alguna y saltando de tema en tema para
hablar de su condición de miseria y enfermedad, de las debilidades de su cuerpo
pero sin compadecerse, pues se limita a enumerar sus raquitismos, sus
dolencias, su falta de dinero, de dientes, su miopía, su hambre, la dificultad
para andar pues una pierna está paralizada, los dedos de sus manos torcidos, su
vestido sucio y su bicicleta “decrépita”, sólo es posible pedalearla con un
solo pie, y le incomoda su paraguas.
La novela comienza así, y copio
este segmento porque no conozco comienzo de texto que me lleve a despertar un
interés más profundo que el siguiente:
“Estoy en el cuarto de mi madre.
Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué. En una ambulancia, en
todo caso en un vehículo. Me ayudaron. Yo solo no habría llegado nunca. Quizás
estoy aquí gracias a ese hombre que viene cada semana. Aunque él lo niega. Me
da un poco de dinero y se lleva los papeles. Tantos papeles tanto dinero. Sí,
ahora vuelvo a trabajar, un poco como antes solo que ya no me acuerdo de cómo
se trabaja. Tampoco parece que eso tenga mucha importancia. A mi lo que me
gustaría es hablar de las cosas que aún me quedan, despedirme, terminar de
morirme de una vez. No me dejan. Sí parece que son varios. Pero siempre viene
el mismo. Más tarde, más tarde, me dice. Bueno. La verdad es que mucha voluntad
ya no me queda. Cuando viene a recoger los papeles trae los de la semana
anterior. Vienen señalados con signos que no comprendo. Tampoco me tomo la
molestia de releerlos. Y cuando no he hecho nada no le doy nada y gruñe un
poco. Pero no trabajo por dinero. ¿Por
qué trabajo? No lo sé. No sé gran cosa, si he de ser franco. La muerte de mi
madre, por ejemplo. Había muerto ya cuando llegué? ¿O murió más tarde? Muerta
para enterrarla, quiero decir.”
No nos equivocamos, este hombre
anciano, escribe desde el lecho de su madre, la novela que leemos y la escribe
para otros que vienen a pagarle con miserias su trabajo al cual él no le da
importancia. Le rapan sus manuscritos y nosotros le rapamos sus reflexiones
crudas sobre el existir y su conversación consigo mismo. Novela difícil, de
lectura lenta y desportillada, cuya acción se limita a una cotidianidad sórdida,
perdido en la ciudad y en el campo, tratando de mojar un mendrugo de pan en una
boca desdentada.
Novela de lenguaje, de un hablar
sin parar pues desea reconocerse y esto se hace diciéndose. Las dos terceras
partes de la novela es el deambular de Molloy, y su parte final, que viene con
el primer punto aparte, inicia con otro hombre a quién le han encomendado
encontrar al personaje Molloy en medio de las noticias de la guerra. Este
segundo personaje es también un anciano, que le pagan por el encargo, que
duerme en el camino junto a su hijo, que posee una pierna enferma, una
bicicleta y que aguanta las penurias de la vida con una lata de sardinas y dos
manzanas. De pronto, nos damos cuenta que este hombre Moran es el “Yo” de
Molloy, es decir es la misma persona que se desdobla para encontrarse a sí
mismo. La novela es la búsqueda de sí mismo en un monologo interminable y duro
que recuerda a la figura de Cristo, que el mismo protagonista nombra: “… es un
verdadero calvario sin límite de estaciones ni esperanza de crucifixión, y lo
digo sin falsa molestia”.
No hay final, Moran no encuentra
a Molloy. No se encuentra a sí mismo, no existe respuesta. Novela filosófica,
de pensamiento marginal, escrita rompiéndose los dedos. Escrita en tiempos de
la muerte de la utopía, cuando la desesperanza y el fracaso deambula junto con
la guerra, cuando ya no pueden existir ingenuos que creen que es posible un
cielo o una comunicación real entre los hombres.
(C. Torres, junio 22 de 2024)
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