Poemas para Palestina.

 


 

Por: Carlos Luis Torres Gutiérrez

En estos días difíciles he recurrido, como un náufrago, a agarrarme a un libro. La poesía es alivio además de todas otras palabras que se le atribuyen. Este perchero el lugar donde colgar el dolor y la rabia; también con escribir canto para connotar verdades y dejar ver aquello, que oculto, da razón hoy de esta lucha desigual, donde la marginación y la muerte han llegado al límite extremo.

Desde muy chico oí del despojamiento realizado al pueblo palestino, y luego reconocí la razón de su lucha y, por supuesto, un distanciamiento ideológico con Israel me ha acompañado con convencimiento durante todos estos años. Hoy que las imágenes de los bombardeos sobre la ciudad destruida nos horrorizan y que el gueto de Gaza ha llegado a los umbrales del horror, he avanzado en la escritura de algunos poemas, con el deseo que no sean "panfleto", ni la descripción simple, sin alivio. ¡Horror!



451.

 

Éramos como dos aves paradas sobre roca,

amenazadas por el ruido, por la sangre, por el polvo enardecido.

Miré tus ojos desgarrados por tanto tiempo a la espera

de un espacio, para poner un pie, o tocar el agua.

Miré tus manos sin plumas, sin humedad, encallecidas,

fracturadas por la brega cotidiana de tapar el sol,

y ahora, en medio de la luz blanca y el polvo que producen

los destellos de esta guerra, añoro la escuela al aire,

la maestra de pasos milenarios y tu mano seca…

                                               puesta al lado de la mía.

 

Ahora que somos dos aves paradas sobre roca,

que tu canto busca los recodos de un mundo sin silencio,

sin este pelotear desgracias y batallas, sin este aullar de tantos,

quiero simplemente decirte, que muy atenta espero

que una grieta te permita repetir

lo que enseñaron en la escuela ¿… lo recuerdas?, era un canto

que llevaban las mujeres en la boca,

que paseaban con el ritmo de sus pasos

y que tu cantabas con el alma…. Sí, ahora lo requiero.

 

 

452.

 

Un viento sin hojas, sin palmotear de pájaros,

sin alivio. Un volar de amarilla arena, caliginosa,

como lija de viejo carpintero, cual serrucho,

como cualquier espinero. Como un ruido.

 

Un viento que tropieza, a cada rato, con las ruinas tristes

de esta bodega de almas puestas hace años,

como pellejo de camello seco, 

cual huella sin sombra y sin lagarto.

Un montón de escombros son estos,

retazos de un lugar donde soplaron las voces

de millares y la mía parada en esta piedra, espero.

 

(Amarré un hilo entre mi dedo y el tuyo,

para que no te fueras.

Puse en mi mano unas hojas dentadas, tan chicas,

que por milagro aparecieron en las grietas

de una humedad de casi pájaros… porque quería que escribieras.

Puse a secar y saltar los sueños de uno en uno

hasta poder construir un simple verso.)

 

Aquí me encuentro en medio de esta guerra:

Mujer de manos secas, poeta sin papel,

conversando sola en medio de cosas olvidadas,

a la espera de un oído y de un amor…

cosas indispensables para ganar la guerra.

 

 

457.

                                                                                               (Una mujer incombustible y perenne como la rama

de la vid que un día decide plantar delante de su casa.

                                                                                                                  Ghassan Kanafani)

Me gusta el color azul y verde de su falda larga.

El pañuelo que oculta su cabello, café oscuro, apretando

sus orejas, hace que su sonrisa tenue, parezca indivisible

con su alto cuerpo y robustas manos.

 

La veo allá, bajando un breve sendero de piedras,

Sé la canción que silba,

el tamaño de sus acorazonadas hojas verdes,

su dentado borde y largas nervaduras.

Como ella, agarrada con junquillos, trepa firme,

va rumbo al cielo, nada la detiene, busca aire,

una nube, un salto más y se pondrá a reír como aquel pañuelo.

 

Esa mujer tiene siglos, se percibe por los senderos de las manos,

que cruzan y se separan, van muy lejos se diría.

También las huellas dejadas por unos pies largos y profundos,

su sombra fuerte, ya sin miedo. Me gusta el sonido leve

de su falda cuando roza, el cielo.

…Esa mujer incombustible y perenne.

 

 

 

459.

 

Gaza en octubre

(Una ola de arena negra, como pólvora se asoma.

Trae un galopar borracho, amenazante, con ruido sordo,

cual tormenta de muerte, desde el norte.

 

Como fantasma rodó sobre el suelo.

Como rueda la muerte, a punta pies, aquí y allá.

Dejando un dolor agudo sobre la piel, y un morir

dentro, ciego, sin ver el rostro,

apenas un tronar de cielo.

 

Cayó octubre de un año cualquiera,

comienzo de oscuridad. Unos niños juegan entre escombros

de escalera, lanzan una pelota verde polvo y apenas ríen,

otros hacen muecas simples sobre la arena.)

 

La mujer tomó sus dos hijos de la mano y corrió calle abajo

sobre un terreno endurecido muerto de sed y verde.

Sin voltear el rostro, por temor a ser otra estatua de sal,

lanzóse en carrera, con los labios apretados… ¡Huyó!

 

 

473.

 

Con un pasamontaña cubrí la máscara que llevo.

A mí desteñido cuerpo le puse ropas viejas.

Escondí mis manos entre los bolsillos y guardé silencio.

Dejé pasar el viento frío, el deslizar la tarde,

la carrera de tantos hombres y de autos.

 

Me encerré dentro de mi máquina de escribir

a ver caer tras una y otra las teclas,

y a jugar, a componer palabras con las gotas que caían

desde el cielo.

 

(Un sendero, un mar de arena, una salvaje guerra,

un reguero de sangre sin victoria, un puñado de huérfanos,

un destartalado mundo, un cúmulo de gritos,

un sediento montón de huesos).

 

Empapado y con frío me pregunto. ¿Dónde poner

los dedos?

 

 

484.

 

Me aquejo, del rumbo seco.

Mis fatigadas manos tropiezan con las piedras sueltas,

con la cal que del muro cae, con el viento.

Quebranto dicen por esa falla, por el dolor de la fractura,

de la aflicción, imposible de llevar sin pena.

 

En esta larga franja donde hemos acumulado todo:

Los hijos, la creencia, dos enredaderas, la esperanza y un bordado…

entre edificios agolpados que arrinconan sueños,

se desecan amores y se deshacen de congoja pequeños objetos milenarios… muero.

 

Imposible nombrar, por no tener igual,

ni significado propio, está más allá de la brutalidad o la barbarie,

más allá de la insensatez, de las malolientes manos:

Mucho más terrible que la muerte, que el vagar por el infierno,

más que las lágrimas de sangre, de ese Guayasamín, que desde

sus desorbitados ojos, cruzan el rojo con los dedos.

(Hoy en silencio, me duele, digo.

Un grito sería inaudible, demasiados estos. Mis manos al aire,

mis pies galopando por la calle, un grafiti negro, todo inútil, pienso.

Sí lo sé, inútil, solo puedo … un verso.)

 

 

461.

 

Un taller de fabricación de prótesis para soldados

mutilados. Por eso las mesas estaban llenas de desnudas

piernas rosadas que arreglábamos con nuestras manos,

con lijas, aristas, embragues y zapatos.

 

Más izquierdas, menos derechas otras. Cojea la luz que entra

acariciando los postigos de las ventanas,

deambula el golpe de martillos sujetando las correas,

brillan los dedos unidos como patitas de rana

y los zapatos negros casi todos, de cordones, muy ajustados.

 

Arrastran nombres, también señas y la mujer de mi lado

suspira porque con esta, se vería muy apuesto y muy altivo, piensa bajo.

La vi sonreír cuando el viento entró

y parpadeó al ver el batiente de la puerta golpear

el muro encalado. La vi soñar con los dedos

pues no había hablado en meses que estamos juntos,

y ahora que la remesa está completa,

le vi sus dientes blancos, un galopar de suspiros,

y un trepar los párpados.

 

 

 540.

  

Reír cuesta hoy.

Un cielo nublado y a punto de llover.

El azul desplazado por el gris humo,

a punto de bombardear.

La huida, como cualquiera,

… basta con contar los niños

y abandonar la abuela.

 

La vida, se juega con cualquiera,

basta con estar a uno u otro lado.

La felicidad, existe entre uno y otro trueno.

La paz, creen que basta con decir: Guerra a la guerra.

 

Me quedo en silencio, hilvanando nubes.

 

 

536.

(a esa niña palestina)

 

La ciudad gris vuelta escombros. Un asombro

de cuatro árboles mustios rodean con sus ojos

el hormiguero de humanos mirándose las manos.

Una niña sin capul carga una muñeca, la cartera,

y mira un cielo amarillo cruzado por bengalas,

y montañas sucesivas, quemándose a la distancia.

 

Sabe que debe dejar atrás este infierno imposible

y corre en desbandada. Ve un continuar de dunas y de carpas,

ni un pájaro, ni una rama, ni una sombra,

solo un ulular de gritos, un correr de sirenas

y de espinas.

 

Abunda una sed interminable. Ella sabe

que todo ha empeorado: que solo queda un

lugar de muertos agolpados, un hambre encima de la otra,

una madre viuda, el llorar de una huérfana de patria,

y un rincón de silencio, se tiñe de rojo sangre.

 

Todo ha empeorado. Un final incierto asusta

cuando ella se tropieza contra el muro.

Ve el cielo azul, un avión a lo lejos se cruza con las nubes,

sus manos secas y arenosas raspan los labios,

y sin lágrimas, sobre este mundo de monstruos,

murmura que desconfía de los dioses.

 

 

549.

 

Cuando las llamas alcanzaron la altura de los dioses,

los hombres, desde abajo, gritaron enloquecidos.

Cuando las llamas hablaron de la muerte de los hombres,

los dioses huyeron despavoridos.

 

Solo quedó el campo desierto. Un olor a agrio,

un resplandor de sal. Unas sábanas batidas por viento

y un llanto de niño se agotó cuando el sol cayó.

 

Los árboles sin hojas. Las casas sin tejados.

La arena con las huellas del huracán apenas

se quejó, y un tumulto de seres

enmudeció el mundo, para la eternidad.

 

 

568. 

 

Todo es baldío, incluyendo el cielo incoloro

y con hastío. Repaso mis manos que suenan

como planchas metálicas y ríen cual viejas de iglesia

plomiza, sin puerta y en pueblo arrasado por impíos.

Desolados mis ojos, cansadas las banderas,

las armaduras se cubrieron de un orín

y un moho verde nos envolvió la piel,

ahora que hace tiempo que hemos muerto.

 

Distante queda todo hoy. La ciudad construida

sobre este descampado que se eleva en edificios cobrizos,

en gigantes puentes y hasta le ha aparecido un río.

Tumultos de personas trepan en silencio,

atraviesan un parque, recuestan sus cuerpos,

en busca de un sombrío.

 

Cansado de oír letanías y sermones,

palabras vacías muchas veces repetidas,

sentencias y anuncios vomitivos,

cruzo brazos, cierro ojos,

apunto y con lentitud doy cuenta

de lo distante que ha quedado todo.

 

 

571.

 

                                    (“Necesitamos que paren este genocidio y

esta masacre”: alcalde de Rafah)

 

Tanta barbarie, sobre otras.

Ladrillos derruidos y más ruinas,

polvaredas, fotografías de ciudades apocalípticas.

Miles de muertos unos sobre otros.

Los gritos del dolor y de los que piden detener esto

en salones y en las calles.

 

Todo se volvió cotidiano.

Acostumbramos nuestros ojos, pues

al instante aparece en la pantalla, 

por los medios y en los relojes de pulsera.

Las fotografías son terribles y no distinguimos

ya una de la otra.

Ni los llamados a una paz, ni los poemas, ni los cantos,

las marchas las detenciones las solidaridades

las declaraciones las entrevistas y las súplicas.

 

Una a una se deslizan ante nuestros ojos que miran

en silencio, sin asombro, ya no impacta, no impacta otro niño muerto. 

 

Ha sucedido la tragedia, la mayor: Se ha endurecido el corazón…

                        y la razón, y la moral, …. y la humanidad.

 

 

 

576.


Lejos, en los confines del frío

queda esa calle.

Un poste de madera y letrero amarillo

anuncia fin del perímetro urbano.

Siguen vientos más helados,

mi escritorio entre estos.

 

Planté una sábana de nubes

sobre dos palmeras muy altas

y me senté a esperar el atardecer

para extraer un rojo que debo

poner en el tintero.

 

Continúe en silencio, lejos,

con las manos paralizadas, los labios,

y los ojos, las plantas de los pies.

Inmóvil, vi caer del cielo la noche negra

y gritos bajos en el aire,

luego de las noticias de la masacre eternizada.

 

Lejos, en los confines del frío, ni palabra.

Un poema baldío, solo puedo.

 

 

577.

 

Ante la insensatez ocurrida,

la impotencia impera.

No queda ni la sombra de un muro sobre el suelo.

Un grito-llanto se desliza a ras de tierra

y una sed se esconde en la aridez.

 

Puse mi mano sobre la tuya,

vi la nube lavanda,

el rastro suave de tus palabras idas,

el correteo de un ave en sombras

y un silencio impotente ante el frío.

 

Todo había terminado entre tu mano

y la mía. La dejé yerta, y sin poder arrastrar los pies

me fui, a desandar palabras

como único escondite, ante esta brutal insensatez.

 

 

XV.

 

 Al frente un muro. Tras de mí un empujar de soldados.

Un tronar de cielos y la muerte con la boca seca.

Ahí al lado en el campamento de refugiados

se juga con los dedos.

Un cielo de amarillo y gris humo,

una tierra sin agua y sin yerbajos.

Una vida sin nadie y sin aliento.

 

Por fortuna, aún un niño trepa su cometa por los cielos.

 


578.

 

La tambora sonó toda la noche. Perturbó la oscuridad,

espacio silente y letrado.

 

Peligro a perder la paciencia y los oídos. La imposibilidad

del descanso se prolongó semanas y ahora tres años.

 

Una hilera de cadáveres han quedado poco a poco

abandonados. También las tamboras sin sus cueros

exponen sus intestinos al sereno del amanecer.

El asesino juega con los ojos de los inoportunos

y este papel solo sirve para limpiar mis manos

y dejar la sangre entre sus pliegues.

 

 

16.

 

pesadilla

 

Se acercó sabiendo que no sería fácil el mirar,

menos comprenderlo.

¿Dónde poner los ojos preguntó?

Obligación del gesto o el sudor amargo.

 

La sensatez ácida de una fruta

que se hunde ya vencida.

El olor profundo al morir

de esa masa que se sumerge en sí misma,

hasta hacer vibrar el aire que rodea.

 

Todo tiene el color del fin insoportable,

que impide pensar en posibilidad alguna.

Nada duele, todo aprieta, como mordida angustia,

como cerrado espacio, o como tener las manos enlodadas

de fango y barrizal.

 

No es fácil así, pues todo inunda

y una sonrisa daría una lumbre falsa a este pequeño mundo.

 

                                                            … ¡donde solo el morir se puede!

 

 

184.

 

 

Empujo la ventana de tablas que da al desierto.

Un viento golpea mi Jilbaab y no es mi aliento.

Más allá de mi mirada, la roca, la arena, mis dedos

entre sandalias toscas y viejas, sin placer, sin dolor alguno,

se asoman sobre la bastedad sin tiempo.

 

En la periferia de Ghardaia un hueco en un muro

de ladrillos de arena y un sol calienta sin sombra

mi Jilbaab… con rosar mi cuerpo tengo.

Sé que allá atrás, calles llevan siempre al templo.

Qué es distante el centro, pero desde esta ventana de tablas

se avecina un desierto largo, un trepar de soles y de lunas.

Miro mis manos, morenas, mordidas, sin cuidado,

sus dedos cortos, con sucio polvo… también mis pies

entre tirantes viejos.

 

Cae el sol, un frío viene,

un grito de mujer llama y a lo lejos un canto de hombres en el templo.

Agito un fuego, con el tazón de agua y hierbas

tengo. El olor vuela, atraviesa todo… la piel, el mal,

y llega ahí, donde el estar tiene calma, donde todo está puesto.

Doy mirada atrás, cierro la ventana de tablas sobre el muro,

pongo punto al desierto y nada pasa…

                        … tan solo mi cuerpo, la piel que cubre,

                        una burka blanca, un mirar que no tengo.

 


 

Por: Carlos Luis Torres Gutiérrez

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