La verdadera Ficción en las novelas de ficción

 


Por: carlos luis torres.

Ahora que leo con cuidado y con pinzas, algunos clásicos de lo llamado "ciencia ficción", me tropecé con este. Si debo calificar esta novela de H.G. Wells, “La guerra de los mundos”, lo debo hacer: uno, por una novela distópica, dos, por una historia de terror, tres, por una novela poética y por último, agregar que es una buena novela.

H.G. Wells, nace en Inglaterra en 1866-1946, quién fue un escritor prolífero en diversos géneros pero especialmente se le conoce como referente de la ciencia ficción junto a Julio Verne. Sus más conocidas son: “La máquina del tiempo” 1895, “El hombre invisible” 1897 y “La guerra de los mundos” 1898, esta última llevada otra vez al cine (2006) para convertirla en un simple best-seller cinematográfico de Hollywood, donde se pierde el encanto de una novela que transcurre a finales del XIX, cuando los centros astronómicos de la época habían afirmado haber visto, sobre la superficie del planeta rojo, canales artificiales, bolsas de agua, montañas y ambiente para la existencia de vida marciana. En la película se pierde el encanto de la época, de ese correr desesperado de mujeres con trajes largos y elegantes, entre carruajes de caballos y escasos automóviles, entre velocípedos, sombreros, cafés, iluminación a gas en las esquinas, ferrocarriles a carbón y los obreros y desamparados de ese diverso, maravilloso y cruel siglo, en Inglaterra.

La califiqué como distópica porque narra la llegada de varios cilindros gigantes que caen sobre la superficie de la tierra, provenientes del Planeta Marte, y de cómo estos seres monstruosos arrasan primero los condados que rodean a Londres y luego la ciudad y al país. Ese mundo final, infernal, atroz, de muerte, de calor de gritos, dicho una y otra vez, pero en cada oportunidad, de manera distinta, utilizando otra palabra nueva, una forma diferente de decirlo, jugando con el ritmo y en una casi interminable cadena de emociones, hacen de la novela una de las mejores del autor y de la ciencia ficción.  

Multitudes huyen por campos y caminos, corren porque el fuego de unos lanzallamas gigantescos los persiguen por las calles de Londres, los sacan de sus escondites, el pánico se apodera de los hombres y los lleva a la demencia, al atropello, al hurto, al crimen. Una prosa maravillosa, por su carrera; sorprendente, por su versatilidad; pulposa, por la cantidad de variedades utilizadas para describir la carrera por el terror, nos da muestra de la riqueza de siempre del texto, de eso que es imposible reemplazarse con la imagen, de eso que es posible expandirse sin miedo al desgaste, cuando el tono es un sostenido.

Un hombre solo, sale de su escondite cuando presiente que ha disminuido el peligro y se encuentra en medio de un territorio desolado. No ve un alma, solo una tierra ennegrecida, cubierta a veces por un alga roja. Arranca con los dientes hilachas a los huesos de animales que encuentra en su camino; tropieza con esqueletos humanos e intenta atrapar un perro flaco que huye al verlo. El mundo ha llegado a su fin. Un hombre camina las calles de la ciudad en ruinas, todo cubierto de un polvo negro, de la desolación total, y desanda las plazas y los cines, los cafés y las fuentes que le fueron amadas, las tiendas y los teatros, y oye a lo lejos un lamento, como música repetitiva, un uhla, uhla, uhla, que me hizo recordar de inmediato aquel hermoso cuento de Eduardo García Aguilar “Rosas para una ciudad en ruinas” cuando esta misma escena nos hace humedecer los ojos, como aquí, no en Ciudad de México, sino en un Londres muerto.

Aniquilamiento total. La barbarie. Una masacre exterior, desigual, con armas poderosas contra las multitudes inermes, nadie puede escapar, encerrados por los lanzallamas, y todos, muchedumbres de hombres, mujeres y niños que corren y mueren. El hambre y la desolación. No dejé de recordar a cada instante, que esta novela es una descripción del terror actual en Gaza. Las imágenes de los cañones desde el exterior del muro, disparando.

El final, no es de mi agrado. No puede ser de mi aceptación toda la novela, la riqueza de una obra esta en eso, ser un continúo amar y desamar, como la vida, pero definitivamente su prosa es subyugante.

Creo, obvio, gran parte de esto se debe a la traducción de Ramiro de Maeztu (1874-1936) un español contemporáneo de Wells, quién no utiliza esos términos cotidianos, folclóricos, cacofónicos (gilipollas, tíos, etc) de los traductores actuales que desfiguran lo literario. No, Maeztu es un buen traductor que le da placer estético al texto. Este ensayista, novelista, poeta, crítico literario y teórico político español fue fusilado en 1936, sin juicio previo, a comienzos de la guerra civil española.

Pongo a continuación un par de extractos de la novela, con el deseo que ustedes, mis amigos lectores, la busquen en las librerías de usado.

(enero 20 de 2024)

 

Anexos de la novela:

“Comenzaron a tropezar con gentes que caminaban en su mayor parte con los ojos inmóviles, balbuceando preguntas vagas, muertas de cansancio, sucias, haraposas. Pasó a pie un hombre vestido con la camisa de dormir; miraba al suelo. Le oyeron la voz, hablaba solo; al volverse le vieron crisparse los cabellos con una mano, amenazar con la otra a enemigos invisibles”. (pág. 92)

“La carretera principal era bravía ola de gentes, catarata de seres humanos que se lanzaban al norte, empujándose los unos a los otros. Inmensa nube de polvo, blanco y luminoso bajo el sol, envolvía todas las cosas de un velo gris e indistinto, que renovaba incesantemente la densa multitud de caballos y de hombres, de mujeres y de vehículos de toda suerte”. (pág. 93)

“Sentí el primer síntoma de algo que más tarde se fue esclareciendo en mi espíritu y me atormentó durante muchos días; sentí una sensación de destroncamiento, una persuasión de que yo no era ya el amo, sino un animal más entre los otros animales, bajo el talón de los marcianos. Nuestro destino sería el de los otros; vivir en asecho y en espera, correr y escondernos; el imperio del hombre y el terror que inspira eran cosas pasadas para siempre” (pág. 139).

“Creí durante un rato que la especie humana hubiera sido barrida de la existencia y que yo, el hombre solitario que allí me hallaba en pie, era el último sobreviviente. En lo alto de la colina de Putney encontré otro esqueleto, cuyos brazos dislocados estaban a varios metros del tronco. A medida que avanzaba me iba confirmando en el pensamiento de que, fuera de algunos vagabundos, como yo, la especie humana había sido exterminada en aquel rincón del planeta. Los marcianos -me dije- habían continuado su camino, abandonando esta comarca desolada para buscar alimento en otra parte. Tal vez se hallen destruyendo Berlín o París: tal vez se habrán encaminado al norte…”


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