La guerra, el reportaje y la literatura …

 


                                                                                                     Por: Carlos Luis Torres Gutiérrez.

Hace un año largo que empezaron las grandes guerras de este siglo, pues las pequeñas y duras no cesan. Esta que aparece después de Ucrania, y que tiene el sello claro de representar la búsqueda de la libertad de los palestinos frente al despojamiento de su territorio en 1948, por la decisión de UN, tiene un tono sangriento y del horror, que es difícil de aceptar, como lo es, el horror, en cualquier guerra.

Esta en particular, en tan pocos días expresa un grado de rencor, de odio y de venganza como no lo ha tenido otra, ni pueblo alguno, como este de Israel, en tan poco tiempo transcurrido.

No es fácil alejarse de la imagen del horror que representó la larga y sangrienta invasión (20 años de guerra ininterrumpida) a Vietnam por parte de los Estados Unidos para impedir que los comunistas norvietnamitas unificaran el país. Allí, como hoy, los EU intervienen para consolidar y defender sus intereses en ambos lugares, a cambio de cualquier cosa, siempre un desmedido y brutal derrame de sangre.

No pude resistir la tentación de leer a Oriana Fallaci en “nada y así sea”, son los diarios de esta periodista italiana, que siendo muy joven se lanza como corresponsal de guerra en Saigón. Poseo la primera edición de 1970 de la Editorial Noguer (España) y desde luego también su libro, leído con fervor “entrevista con la historia”, tal vez el mismo libro que pasó de mano en mano, en aquellos años setenta como testimonio, ambos, de nuestro inconformismo con ese mundo que se cocinaba en la segunda mitad de siglo.

Registro hoy el texto “nada y así sea”, no solo por ser lo más parecido a la violencia practicada hoy, sobre pueblo alguno, por parte de los Estados Unidos, como esa sobre el pueblo vietnamita, sino también por ser este libro, más que un Diario de Guerra, una obra de literatura. Posee la traducción respetuosa con los insertos en otros idiomas de Fernando Gutiérrez, sino además el cuidado de la prosa poética que requiere un Diario íntimo de una joven mujer que se despide de su hermana menor, quién le hace, antes de salir de Europa, la pregunta fundamental de nuestra existencia: “¿qué es la vida?”. El texto que tengo entre mis manos intenta responderla, y para ello va hasta el infierno y conversa con los muertos y se devuelve para que los pocos vivos le ayuden a contestarla.

Un Diario íntimo, pues deja fuera de este, su trabajo de corresponsal occidental que debe escribir una noticia semanal y enviarla por los teletipos de aquella época, que sonaban de redacción en redacción en los periódicos del mundo. Pone en este libro, su ingenua aparición en el frente, su desprecio inicial con el soldado del norte y paulatinamente recoge la sangre, la masacre a la población civil por parte de los bombardeos norteamericanos, y se sumerge en la selva después de presenciar las inmolaciones budistas, la quema de miles de bosques, los fusilamientos y las cárceles cargadas de norvietnamitas, hombres y mujeres de juventud y niñez devastadora. Se sumerge en el pensar, en el creer del hombre oriental y pone justicia a su lado, huye, corre, llora e intenta como lo haría cualquier mujer, adoptar una niña del Vietnam.

La poesía cruza este libro, no solo por las imágenes que ella misma se obliga a escribir: “es esta gota de luz que tengo en la mano”, dice, sino también porque recupera de las libretas y cartas recogidas de los bolsillos de los soldados norvietnamitas, poemas de amor absolutamente hermosos, poemas de guerra absolutamente delicados. Los hace traducir, desde ese idioma, los pone al francés y luego al español, los leo y son un sendero que me permitió sufrir este libro con belleza, recorrer sus páginas con la emoción de una aventura de guerra, leerlo como una confesión de una mujer que lucha por ser ella, en medio de la adversidad.

Pongo dos apartes del mismo al final de esta nota, no sin antes ratificar que me acerqué al terrible drama de palestina, por este otro lado, 56 años después del fin de la guerra, y constaté cómo en Oriente Medio, y durante esta guerra de usurpación de 75 años, la poesía, es y será siendo, el único alivio contra estos malos tiempos.

Cerré el libro con la clara certeza, que el fin de la guerra que se vivió en Vietnam, solo termina con la derrota y la salida del ejército norteamericano.

Cerré el libro para decirme lo parecido que son estas dos guerras, en lo político (de territorio), en la participación de EU (una directa, otra indirecta, repetir lo del siglo pasado no sería apropiado), en lo sangrienta, en lo destructora de ciudades, en la muerte de civiles niños, en lo desigual. Claro mucha son las diferencias hoy con la masacre del pueblo palestino.

(El padre Bill, capellán de un escuadrón del ejército norteamericano dice: “Y los absuelvo cuando se mueren, los absuelvo. Y los absuelvo también cuando no mueren. Yo absuelvo siempre, los absuelvo a todos. Norteamericanos, norvietnamitas, vietcong… Para mi son todos iguales, son criaturas con una nariz y dos brazos y dos piernas, que combaten porque se lo han ordenado. Los soldados no tienen la culpa. En un soldado no veo nunca un hombre que quebranta el primer mandamiento: no matar. No es su dedo el que aprieta el gatillo, es el dedo de quién se lo mandó. La guerra, ¿sabe? … desde que Caín mató a Abel, la guerra forma parte de la naturaleza humana… pero no por esto la acepto. Y no estoy aquí para defender la guerra, estoy aquí para ayudar a quién se ve obligado a hacerla”).   

(Recordemos que los budistas se inmolaban, también las monjas, hacían esto como señal de protesta contra la invasión.  Una venerable madre, aprueba las solicitudes presentadas: “… de todas esas ciento cincuenta solicitudes ¿cuántas serán aceptadas? – Las que sean necesarias; todas si fueran menester. El único motivo por el cual a veces vacilo en dar la autorización es la necesidad de controlar el martirio, y los que quieren el martirio son sobre todo los jóvenes. No es justo que sean siempre ellos los que mueran”).

(Un poema de un soldado norvietnamita, que salió de su aldea hace mucho tiempo y se iba a casar muy pronto, dice:

 

“En Quang Binh, mi querida aldea,

los ríos discurren mejor,

los cocoteros dan sombras más largas,

los pinos marítimos regalan los piñones más grandes

con suaves zambullidas corteses.

En Quang Binh el verde es más verde

y el viento trae un perfume de arroz florido

y las garzas reales cubren los campos con sus alas blancas

y la arena resbala por encima de uno como una caricia.

Porque en Quang Binh estás tú”.)

 

El Diario de la Fallaci termina con un capítulo que busca poner una estocada, y lo hace brillantemente. Hacía mucho tiempo que mi corazón no cabalgaba sobre un libro, y esta vez lo hizo sobre la Plaza de las Tres Culturas, en ciudad de México, cuando ocurre la masacre de Tlatelolco. Oriana había sido encargada de cubrir las revueltas estudiantiles y obreras que estaban ocurriendo durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y acompañó a los estudiantes al balcón donde hablarían…  fueron ametrallados por aviones y tanques ordenados por el gobierno.

Con una vibrante y emotiva prosa, desde su lecho en el hospital donde fue operada por las tres heridas de bala, ella escribe artículos y relata la masacre, nunca vi esto en Vietnam, dice, allá en la guerra uno se puede esconder, aquí está atrapado e indefenso con un revolver en la frente que sostiene un policía con las manos enguantadas de blanco y las balas desde los helicópteros cayendo muy cerca. Describe los niños caer y los estudiantes y obreros. Termina, ahí donde debía terminar, con la desconfianza en el hombre y deseando haber nacido al lado de los árboles o los animales.

“Padre nuestro que estás en los cielos, danos hoy la matanza de cada día, líbranos de la piedad, del amor, de la enseñanza que nos ha dado tu hijo. Porque no sirvió de nada, no sirve para nada, y así sea.”  

 

(Carlos Luis Torres, octubre 30 de 2023

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